Alternativa agroecologica al desarrollo urbano en Sogamoso

2025-11-28
Alternativa agroecologica al desarrollo urbano en Sogamoso

Paisaje rural del oriente de Sogamoso, en donde las familias campesinas impulsan procesos de transición agroecológica.

En las veredas rurales del oriente de este municipio de Boyacá, un grupo de familias campesinas se resiste al avance del cemento y del mercado inmobiliario sobre sus tierras. En medio parcelas erosionadas por los monocultivos, hoy cultivan hortalizas, cereales y plantas medicinales con biofertilizantes o productos naturales a base de ajo, ají y ortiga; le devuelven vida a los suelos con compost y microorganismos nativos de montaña, y fortalecen la producción local de alimentos mediante trueques y ferias campesinas.

Así lo evidenció el investigador Daniel Santiago Avella Chaparro, magíster en Medio Ambiente y Desarrollo del Instituto de Estudios Ambientales (IDEA) de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), quien volvió a su tierra natal para estudiar cómo los campesinos reinterpretan la agroecología no solo como técnica de cultivo, sino como una forma de vida y de defensa del territorio.

El magíster relata que “Sogamoso aún conserva un profundo mundo simbólico heredado del pensamiento muisca, visible en celebraciones como la fiesta de San Pascual Bailón, en la que las tradiciones agrícolas y espirituales se entrelazan. Esa cosmovisión sigue viva en el campesinado actual y sostiene una relación con la tierra, que es tanto productiva como cultural”.

La historia reciente de esta zona ha estado marcada por la minería de carbón y de caliza a cielo abierto y la expansión de la industria siderúrgica y ladrillera, actividades que transformaron el uso del suelo, redujeron las áreas agrícolas y empujaron la frontera campesina hacia las laderas altas. “Durante más de un siglo la explotación minera y la extracción de caliza y roca fosfórica alteraron los humedales y bosques andinos desplazando cultivos y modos de vida tradicionales”, recuerda el magíster.

A esto se suma el crecimiento urbano del municipio, que fragmentó los paisajes rurales y redujo los espacios de cultivo mientras la presencia de especies foráneas —como el eucalipto, la acacia negra y el pino— aceleró la pérdida de vegetación nativa y la erosión del suelo.

En las veredas centro orientales del oriente —Moniquirá, Primera y Segunda Chorrera y Mortiñal—, los nacederos que antes abastecían a las familias campesinas hoy se encuentran disminuidos o contaminados por la presión minera y los cambios en la cobertura vegetal.

A la degradación ambiental se suma una fractura en el tejido social que afecta a las comunidades rurales. Las asociaciones campesinas, que reúnen a más de 300 agricultores, enfrentan desigualdades internas en el acceso a recursos y acompañamiento técnico, además de rivalidades históricas que han debilitado la cooperación. La desconfianza entre grupos y el aislamiento de algunos productores reflejan los efectos de décadas de abandono rural y de políticas cambiantes hacia el campo.

En medio de esas tensiones las mujeres campesinas han sostenido gran parte del liderazgo comunitario, aunque con una carga que pocas veces recibe reconocimiento o apoyo institucional.

Ciencia, práctica y tejido social

Durante más de un año de trabajo de campo, el investigador Avella acompañó a 11 familias campesinas. A través de observación participante, entrevistas y análisis de redes de actores, identificó impulsores como la identidad campesina y el arraigo al territorio, junto con limitantes como la degradación ambiental y la fractura del tejido social.

En las fincas, los campesinos cultivan con bioinsumos elaborados a partir de ajo, ají y ortiga, una práctica aprendida en los talleres del Proyecto Agroecológico Colombo-Alemán. Estas preparaciones naturales reemplazan los fertilizantes químicos y se elaboran artesanalmente en las propias fincas. Las familias mezclan ajo, ají, ortiga, melaza, ceniza, estiércol y agua, los dejan fermentar durante varios días y los aplican luego como fertilizantes o repelentes naturales. Este aprendizaje redujo los costos de producción y fortaleció la autonomía de las comunidades rurales.

De igual manera, en las parcelas experimentales ensayan microorganismos de montaña obtenidos del suelo fértil del bosque, una mezcla rica en hongos, bacterias y otros organismos que promueven la vida microbiana y regeneran la tierra. Para multiplicarlos, los combinan con salvado de arroz, melaza y agua, lo que acelera la fermentación y genera un preparado activo que mejora la salud del suelo.

También producen compost de “cama estática” sobre lechos fijos de residuos vegetales y estiércol, sin remover, lo que conserva la humedad y mantiene la temperatura ideal durante la descomposición. De estos procesos resulta un abono orgánico estable que aumenta la retención de agua y les devuelve fertilidad a los suelos erosionados, fortaleciendo así la producción sostenible y la autonomía campesina.

El magíster acompañó las siembras, los convites y las mingas, y con ello generó confianza. “Uno como investigador tiene un impacto en lo que estudia. Participar en las labores del campo, escuchar y aprender fue lo que me permitió entender que la agroecología no se impone: se construye con la comunidad”, anota.

A partir de ese diálogo entre ciencia y experiencia campesina surgieron nuevas redes de colaboración que hoy sostienen la vida rural. Son alianzas que permiten “construir un territorio desde las bases y decidir cómo producir, conservar y vivir en equilibrio con la tierra”.

Tres caminos para habitar el territorio

A partir de las reuniones y los acuerdos con las asociaciones Asogranja Sogamoso y el Grupo Ecológico Reverdecer se definieron 3 rutas de trabajo. La primera, una ruta de producción agroecológica: aquí las familias consolidaron un proceso de enseñanza-aprendizaje basado en la experimentación y el uso de insumos elaborados en las mismas fincas, lo que reforzó la autonomía y el trabajo entre veredas.

La segunda hace referencia a la comercialización solidaria donde se promueve la venta directa de los alimentos cultivados en las veredas hacia los hogares urbanos, sin depender de intermediarios. Las ferias campesinas, los mercados de proximidad y los trueques se convirtieron en espacios donde circulan productos, saberes y confianza.

Ante las limitaciones de los mercados municipales, las asociaciones impulsan sus propios eventos rurales con venta de alimentos y presentaciones de música campesina. De este esfuerzo también surgió una iniciativa de turismo rural y comunitario que invita a recorrer fincas, participar en cosechas y aprender prácticas agroecológicas.

“No se trata de un turismo que explota el paisaje, sino de uno que permite comprender cómo viven las personas y cómo cuidan su territorio”, señala el investigador.

Y la tercera ruta centrada en el fortalecimiento territorial, que une el cuidado ecológico con la identidad cultural campesina. Las asociaciones han avanzado en reforestación con especies nativas como aliso, roble y sauce criollo, en la protección de nacederos y en el control de especies invasoras como el eucalipto, que ha disminuido el agua disponible en las veredas.

También impulsan espacios de concertación y educación ambiental en los que comunidades, instituciones y colectivos dialogan sobre la gestión de los ecosistemas. “Más que restaurar el paisaje, estas acciones tejen vínculos entre vecinos y ecosistemas, reconstruyendo la relación cotidiana con la tierra que los alimenta y los une”, destaca el magíster.

En conjunto, estas líneas evidencian un proceso de territorialización que va más allá de las parcelas; se trata de una forma de reconstruir la vida rural, restaurar los ecosistemas y reconfigurar el sentido mismo del progreso en una región marcada por la minería y la urbanización.

Fuente: Agencia UNAL